viernes, 2 de octubre de 2009

CRÍTICA REVISTA IMAGINACIÓN ATRAPADA

Por Diego Braude

Qué es la felicidad? ¿En qué consiste? ¿Dónde está la fórmula mágica que habrá de proveer infinita cantidad de placer y bienestar?

En el final de “Se7en”, Morgan Freeman menciona un texto de Hemingway: “El mundo es un lugar hermoso, por el que vale la pena luchar”. El agente Somerset completa su reflexión agregando “Estoy de acuerdo con la segunda parte”. El mundo, en el día a día, o cuando está llegando fin de mes, muestra una cara poco amable, por decirlo de alguna manera. Probablemente, esa sea la principal razón por la cual es bastante usual que vendedores de ilusiones berretas sean seguidos, venerados, votados (corre el rumor de que todavía existen quienes creen que es de verdad cuando un candidato promete construir o equipar un hospital).
En palabras de la vecina muy católica que baldea violentamente la vereda, “El Apocalipsis está a la vuelta de la esquina”.

Muchos de nosotros vivimos en Argentina, donde el anuncio del Apocalipsis hace su aparición de forma periódica. Cambia de mensajero: por alguna misteriosa razón, por alguna críptica dinámica, los que avizoran su llegada suelene ser los que no tienen mayoría o no están sentados en un sillón importante… pero también lo ven venir los que tienen mayoría o están sentados en un sillón importante, porque ven que los que no tienen mayoría y no están sentados en un sillón importante van a hacer lo imposible, lo impensable - lisa y llanamente, lo que sea - por quitarles la mayoría y bajarlos del sillón en que están sentados (que no es que estén a gusto, sino que es, más bien, más parecido a una adicción fea que es más difícil de curar que dejar de fumar).

El loco del pueblo, Schlomo, descubre en “El tren de la vida” que para contar una verdad de terror no hay mejor que el humor. Decir que la gente suele pensar que el humor sólo sirve para hacer reír (más allá de lo terapéutico y necesario de la risa en sí), probablemente esté hablando tanto del público como de los hacedores que usan la escena sólo para placer de los reidores que festejan cada ocurrencia. La ironía a secas, dice cierto teórico esloveno, no es subversivo, sino hasta reaccionario; reírse de todo es, simplemente, quitarle el valor a todo, que todo de lo mismo.
De vez en cuando la gracia está (jo jo) en poder conseguir que el espectador o el lector se rían, para luego preguntarse de qué es, realmente, de lo que se están riendo (en lo posible, en lo ideal, que la risa sea transformadora, bah).

En medio de un mundo musical (el musical, paradigma del artificio, donde los personajes bailan y cantan para exponer sus emociones e ideas) post-apocalíptico con estética retro-noventosa (en cierto vestuarios, me encuentro pensando en “Dick Tracy”), El Conejo, una suerte de muchacho bipolar y medio asmático, promete encontrar el elixir de la felicidad eterna.

Los seguidores del Conejo le creen, o necesitan creerle, y necesitan retroalimentar permanentemente su fé. Son necesarios, también, enemigos y traiciones. No hay lugar para la duda, porque la duda habilita la pausa, quizás hasta la reflexión; sólo hay espacio para los absolutos. Para que exista el poder, tiene que haber quien lo quiera. Felicidad y poder dependen, entonces, de que haya quienes los acepten y busquen. La tiranía de los caprichos del Conejo es tanto un resultado de su totalitarismo de la ilusión, como de quienes lo veneran y colocan en el lugar de Mesías. Si las mujeres se arrojan a sus pies mientras su amor verdadero lo traiciona, si necesita un chupete y tener una regresión como manera de poder seguir adelante, si decide experimentar sus fórmulas del elixir en un canillita hasta dejarlo completamente tarado, es sólo parte de la construcción del mito. Los personajes eligen creerlo excéntrico en vez de infantil y peligroso, y optan por esperar un milagro superador antes que construir algo que, probablemente, les implicaría otro compromiso. Lo mismo los enemigos, que pretenden hacerse con la fantasía creada por el Conejo a elaborar una alternativa a su dictadura de la felicidad eternamente efímera (porque, hete aquí, como el Conejo nunca descubre la fórmula definitiva, debe reponer constantemente el estado de creencia en sus fieles para que la cosa se estire hasta la siguiente prueba).


Paradoja, o no, cuando todo se cae, cuando todo se desmorona y las tramas de amores cruzados y falsas promesas quedan en evidencia, el mito del Conejo renace de las cenizas. Normalmente, uno identificaría al Conejo como un chamuyero grave combinado con un muchacho seriamente traumado (también se comparaba a Carlos Saul I con el protagonista de “Desde el jardín” allá por el ´90 y ´91, y su reinado duró hasta el ´99, reelección de por medio). El desenmascaramiento no produce otro efecto que su propia ratificación, como si los personajes necesitaran sostener la dinámica de la espera del milagro. Arriesgo, quizás de manera injusta, una hipótesis: para los personajes es, al menos en apariencia, más sencillo seguir esperando la Felicidad, que buscarla.

Es más, en medio del mundo post-apocalíptico, esta espera, este esfuerzo en reconstruir una y otra vez a alguien como el Conejo, se les ha convertido a los personajes en un rasgo de identidad. Por eso, en el final, el baile reinicia.

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